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miércoles, 27 de abril de 2011

Memorias, memorias

Siempre envidie a la gente con mucha memoria.
Lo único que pude aprender de memoria fueron las tablas de multiplicar, y costó bastante. Fueron tardes y tardes de repetir los mismos números una y otra vez, hasta que quedaron fijados en alguna parte de mi cerebrito, gracias a mi madre, que seguramente tuvo que hacer lo mismo con mis dos hermanos algunos años antes.
Hoy, no sé si sé las tablas porque las repetí tanto que ya son como parte de mi ADN o porque ya soy grande y las razono. Yo me inclinaría más por la primera opción.
Lo que siempre me llamó la atención con respecto a la memoria es que hay algunas personas que pueden tener mala memoria, pero tienen la capacidad de recordar ciertas cositas que en verdad, no hacen a la historia. Detalles. Excentricidades. Bizarreadas.
Yo soy una de esas personas. Puede no acordarme nada de mi primer día de facultad pero me acuerdo dónde queda la casa de una amiguita del colegio que no visito desde que tengo 13/14 años. No me acuerdo la dirección, porque de eso se ocupaba mi madre, pero un par de veces pasé por la puerta y la reconocí. Puedo no acordarme de la trama de una película que vi hace dos semanas, pero me acuerdo el teléfono de otra amiga a la que debo haber llamado 4 veces en toda mi vida.
No me acuerdo el orden de ciudades que visitamos en el viaje de egresados, pero me acuerdo de la remera que tenía puesta el día que me caí de la bicicleta y me abrí la pera (una de Los Picapiedras). No me acuerdo cual fue el primer CD que me compré con mi plata, pero me acuerdo que una vez mi hermano me psuedo obligó a comprar un CD de R.E.M. en la cola del Carrefour.
No me acuerdo el nombre de los personajes del último libro que leí, pero me acuerdo de los dibujitos del cassette que más escuché de chica, Piojos y Piojitos. Tampoco me acuerdo del nombre de mis amiguitos de la colonia, pero me acuerdo que una vez le pegué a uno y le rompí los anteojos. En esa colonia había tres hermanos, uno se llamaba Pedro, el otro Tomás y el nombre del otro, que era el que me gustaba a mí, no me lo acuerdo.
También me acuerdo que en 8avo año, o terza media como le decíamos en mi colegio, teníamos los peores viernes de la historia. Cuatro horas de una profesora a la que queríamos tan poco que tratamos de hacerla echar (no lo logramos) y dos horas de ética con un profesor bastante jodido. Era el “día del perdón”, así le pusieron las del otro curso. Básicamente estábamos justificadas por todo. Recuerdo esto, sí, pero no me acuerdo las materias que tuve el último año del colegio, por ejemplo.
Me acuerdo lo que me puse las primeras veces que fui a bailar a matinee pero no me acuerdo qué me puse en mi fiesta de 15. De todos los regalos que alguna vez me dieron me acuerdo sólo de una máquina para hacer helado y un disco de los redondos, “La mosca y la sopa”, ambos para navidad. Siguiendo con este tema, no me acuerdo cuándo me enteré de que Papá Noel no existía, ni quién me lo dijo (aunque sospecho que fueron mis hermanos), pero me acuerdo cuando River ganó la Supercopa con goles del chileno Salas. Y me acuerdo que en ese momento estaba en Luján en la quinta de unos amigos.
Todas estas cosas me las acuerdo de verdad, no porque me las contaron. De esas tengo muchas, porque de chiquita era adorable, obvio.
Mi viejo es igual eh. De hecho, una de las frases que más me hace acordar a él es “y mirá de la boludes de la que me acuerdo…”. Así que ya sabemos de dónde viene la cuestión.
Pero si lo pienso, no es tan terrible. Los recuerdos tienen como una mística diferente, porque de repente se me viene a la mente una imagen que no puedo asociar a ninguna situación, y hay como algo de misterioso en eso, medio novelesco, a mí entender.
Podría seguir ejemplificando el tema, pero mirá qué cosa, ahora no me acuerdo de nada más.

jueves, 8 de julio de 2010

No estoy mirando

Una de las grandes razones por las cuales trato de no viajar en subte es la incomodidad que me produce. Todos callados. Muy juntos. Unos sentados y los otros parados, mirando desde arriba, con una especia de odio y envidia. La gente que se desespera por conseguir asiento cuando se abren las puertas. Los que no te dejan pasar cuando querés bajarte. La respiración de la gente. El boludo que escucha música, fea, muy fuerte. El otro boludo que habla a los gritos por celular. Y el malhumor general, claro: no sólo estás viajando como el orto, además seguro vas a llegar medio hecha mierda y tarde, porque el subte inexplicablemente para entre estaciones, o hay tanta gente que no se pueden cerrar las puertas. Y te empieza a agarrar calor y ya no sabés que más sacarte, ni donde ponerlo.
Pero lo que más me molesta, sobretodo si estoy sentada, es no saber a donde mirar. ¿A las caras de los que tenés enfrente? ¿Al piso? ¿A los ojos del de arriba? Cerrar los ojos parece una buena opción, pero cuando los abras vas a tener a 3 o 4 personas mirándote fijo, muy fijo.
Lo que me pasa a mí es que cuelgo, y de repente me doy cuenta que estoy mirando a lo que tengo adelante mío. Y si estoy sentada, lo que tengo adelante es una persona. Y si estoy sentada mis ojos están a nivel de la cintura de la persona. Y si todas estas variantes se dan, y lo que tengo delante es un caballero, mis ojos van a estar mirando directamente al bulto que tengo delante. Si no se dan cuenta, todo bien. Vuelvo a mí, y cambio la dirección de la mirada. Pero cuando se dan cuenta se empiezan a poner nerviosos. Se miran a ver si hay algo que está mal, se mueven, tratan de taparse con la mochila o lo que tengan delante. Es incómodo para ellos y para mí, porque quedo como una pervertida que aprovecha el tumulto para ver cómo vienen los hombres que viajan en subte.
Lo único que quiero que quede claro, es que no lo hago a propósito, son las vueltas de la vida, o del subte mejor dicho, que permiten que estas cosas pasen.
Caballeros del mundo subte, quédense tranquilos, no los estoy mirando.

domingo, 16 de mayo de 2010

El ataque de las palomas asesinas

Desde que empecé a andar sola en colectivo, cada vez que me bajo en la parada del colegio sobre la avenida, tengo el mismo problema. Hay un ser...malo, muy malo. A partir de las cuatro de la tarde, más o menos, se posiciona. Siempre en el mismo lugar. Se sienta, se queda mirando. Saca la bolsa, que estuvo preparando todo el día, y empieza. Tira un poco y llegan. Diez palomas. Después cinco más. Así hasta que se arma un grupete de palomas ávidas de migas de pan, que no van a dejar que nada se interponga en su camino. Y por nada me refiero a nada, ni siquiera a la gente que pasa caminando.
Para colmo, el señor se sienta en la parte más angosta de la calle, en el medio del puesto de flores y el kiosco. Entonces si querés pasar por ahí no queda otra que llenarte de orgullo, contar hasta 10 y mandarte rápido, tratando de no mirar a los ojos a estas hijas de puta que están como extasiadas por el pan.
Siempre me funca. Hasta hace un par de días.
Me bajé, y empecé a caminar por Maipú. Llegó el momento. Ahí estaba él, ahí estaban ellas. Y yo. Había más de las que suele haber. Pero me mandé igual. Primer paso. Segundo. Otro más. Llegué al límite de su territorio. Si ya estaba ahí, no quedaba otra que cruzar lo más rápido posible esos 4 metros. Debo haber pisado un pan o algo así, porque se me vinieron cinco palomas a los pies. Instinto: patear( al son de mi grito que sirve para todas las ocasiones, el gritito que una amiga calificó de "de cotorra"). Si alguna vez trataste de patear y caminar al mismo tiempo sabrás que hay un 84% de probabilidad de que te caigas, mínimo que trastabilles. No llegué a caerme, fue más un tropezón en el que ninguna parte de mi cuerpo estaba tocando el piso. Mitad de media milésima de segundo ya me había repuesto, pero estaba en la mitad del trayecto. Y fue así cuando otras cinco palomas me atacaron, esta vez de la cintura para arriba. Encima tenía la campera colgando, y juro, juro, que una trató de hacer de mi abrigo un nido. Se metió y no salía, la hija de puta. A esta altura, ya perdí mi dignidad y no me importó hacer los movimientos que hice y pegar los gritos que pegué. Ya estaba jugada.
Fue todo muy rápido. Salí del territorio palomas, me dí vuelta para mirar con alta cara de culo al viejo, mientras me arreglaba el pelo que había quedado más revuelto que de costumbre. Cruzamos miradas, y él se dio cuenta de mi intención de bardeo telepático y me mandó tres palomas más. Me dí vuelta muy rápido y seguí caminando, esta vez más rápido y los palomas volvieron a su zona. No me dí vuelta nunca más.
Llegué a casa, cerré las ventanas y me quedé un rato mirando para afuera, a ver si había palomas dando vueltas.
Hasta ahora no volví a la zona. Volví, pero no era la hora.
Parte de mí quiere venganza, parte de mí llora de tan sólo pensar un nuevo encuentro.
No sé si voy a encontrar solución a este asunto. Por el momento, voy a evitar bajar en esa parada, total es lo mismo. Una cuadra.

jueves, 22 de abril de 2010

Lluvia y champagne

El domingo granizó. Zarpado. Por donde vivo yo fue increíble. Pero no estaba en casa cuando el mundo amenazó con venirse abajo. Estaba en un auto, peor.
Escena de peli de terror: cortina de lluvia. Piedras cayendo. Sonidos terribles.
Autos parados debajo de árboles o, sorprendentemente, parados debajo de los puentes de la autopista.En medio de la autopista. Gente tapando los capots de sus autos con frazadas y almohadones. Y hasta gente que tapaba su auto con su propio cuerpo.( haceme mierda a mí pero el auto no me lo toqués, lluvia hija de puta)
Vidrios y vidrios y vidrios rotos. Calles revueltas por la lluvia: basura y hojas.
El día después: cantidad de autos con los vidrios rotos. Abundancia de cabezas cocidas. Mucho malhumor. Exceso de gente en los transportes públicos porque, claro, no podían usar sus autos. Comentarios al por mayor de la mayoría de los habitantes de Capital y alrededores. (Igual hubo zonas en la que la lluvia ni se sintió, suertudos.)
Sin embargo, ese domingo hubo sonrisas, felicidad y gran demanda de una bebida alcohólica de festejo en supermercados, almacenes y chinos.
Fue el día en que los mecánicos brindaron con champagne.
Y a hacer una macumba para que la próxima lluvia sea un poquito más heavy.

lunes, 12 de abril de 2010

0800laputaqueteparió

No me gusta atender el teléfono. Cuando estoy sola en mi casa, aprovecho y me manejo con la regla del que suene, total si es para mí me llaman al celular. “Decile a tu papá…avísale a tu vieja entonces…por favor que se comunique conmigo…”. Ni en pedo. Siempre me olvido.
Entonces cuando hoy sonó el teléfono me hice la boluda. Seguí con la mirada clavada en la pantalla de la tele, buscando algo decente. Pero no llamaron una vez. Llamaron 3 veces, a promedio de 7 rings por llamado. Me hinché las pelotas y atendí.

Pilar-¿Hola?
X- Hola. ¿Quién habla?
P- ¿Cómo quién habla? Llamaron acá, yo atendí. ¿Quién es?


(Recuerden: no me gusta hablar por teléfono y menos me gusta tener que remar charlas con gente que no me interesa, ni sé quién es.)

X- Soy yo. ¿Quién sos?
P- No conozco ningún yo. ¿Qué te importa quién soy? Vos llamaste.


Aumenta mi temperatura corporal. Para mal.

X- Jaja, dale…siempre me haces lo mismo. Pasame con Mariano que le tengo que preguntar una cosa.


A esta altura ya me di cuenta de que es número equivocado. En un momento dudé y pensé que quizás era algún conocido de mis viejos y yo estaba siendo muy, pero muy maleducada.

P- ¿Eeeee? ¿De qué hablas? Acá no hay ningún Mariano. Te equivocaste de número tarado. La próxima marca mejor porque me despertaste. Chau.

Estaba apunto de cortar y le mandé un “¡Gil!”, mi insulto legal preferido.
Corté antes de que pudiera decir algo. Aunque el llamado me molestó, quedé como satisfecha. Me reí un poco, saqué el “mute” de la tele y seguí haciendo zapping.
Suena el teléfono de nuevo. La puta madre, grité. No voy a atender, pensé. Soná conchudo, no pienso moverme. Pero de nuevo lo mismo. Exceso de rings y al final atendí.

P- Hooola.


No fue una pregunta, fue más como una afirmación. Esto hizo que mi voz sonara distinto supongo porque el Tarado no se dio cuenta que había llamado a la misma casa.

X- Hola, por favor con Mariano. Habla Carlos.

Carlos. Tarado se llama Carlos.

P- ¿Otra vez vos? Marcá bien. Fíjate bien el número, porque claramente lo tenés mal. Acá no vive ningún Mariano.


Corté. No es que sea tan rápidamente irritable. Pero con los números de las casas en las que viví siempre tuve mala suerte. En una época llamaban preguntando por remisería fácil 3 veces por día. Cada tanto mi viejo (supongo que heredé esto de él) mandaba algún Duna blanco. Lo deben seguir esperando.
Volví a mi rutina, pero sonó el teléfono de nuevo

P-¡Pelotudo, la puta que te parió! ¡Dejá de llamar!
X2- Ay…em…perdón. Creo que me equivoqué de número.


No. No se había equivocado. Reconocí la voz. Pero ya era muy tarde para pedir perdón.
Después de eso no volvió a sonar el teléfono hasta llegada la noche, cuando no era yo la única en casa.
Yo, por las dudas, no atiendo más.

miércoles, 7 de abril de 2010

Mi ciudad, mi quilombo

Abro el word y empiezo a escribir. Qué bueno sería una máquina de escribir de esas bien viejas. Las cosas saldrían mejor. Otra mística.
Tenía miles de cosas en la cabeza volviendo para mi casa. La principal: escribir, escribir, escribir.
Pero como siempre, las mejores ideas llegan en momentos inoportunos: una y media de la tarde, bondi lleno, gente extraña rozando cada parte de mi cuerpo. Se baja una chica. Claramente es mi turno de sentarme. Lo hago. Más tranquila empiezo a divagar. Veo cosas que disparan ideas adentro de mi cabecita. Cosas a desarrollar. Como me conozco y sé que me voy a olvidar trato de sacar un cuaderno. Pero (siempre hay un pero) aparece una señora mayor…buen, semi mayor, no sé. Mi moral (o algo parecido a eso) me dice que me levante y le pregunte si se quiere sentar. Obvio que se quiere sentar. Cruzó todo el colectivo porque me vio cara de boluda. Trata de disimular la sonrisa de vieja hija de puta y me dice “bueno, gracias corazón”.
De vuelta a lo mío, mientras pienso que la vieja se va a bajar en 15 cuadras (no, me equivocaba, se bajó una parada antes que yo) Me voy a olvidar esa idea mágica. Lo sé.
Trato de darle vueltas al concepto para no olvidarme. Repetirlo con distintas palabras. Hasta en distintos idiomas.
Mientras tanto Morrissey me cuenta de su novia en coma, y yo, que obviamente ya me olvidé, trato de mantener mi pie quieto y evitar las miradas de reprobación de la emo que se acaba de subir y se posiciona al lado mío.
Casi Plaza Italia. Un pibe se baja y puedo volver a sentarme. Morrissey me abandonó hace rato y la función shuffle (el Word me corrige y me pone suflé) decidió que era hora de escuchar Joy Division. Bien arriba.
Lo primero que veo cuando miro para la ventana es el Zoológico que, dicho sea de paso, nunca me gustó. “Bienvenidos al Zoo” dice el cartel. Justo justo. El día que tardé más de media hora desde Marcelo T y Callao hasta Güemes y Coronel Díaz porque parece que el subte no anda. De nuevo. El día que escuchamos bombos durante casi toda una clase.
Seguí mirando por la ventana del 152, mi eterno compañero de viajes a cualquier lado.
Y pensé que ya no me sorprende. Me acostumbré a tener un as en la manga cada mañana por si el subte no anda y todos los que suelen viajar por debajo salen a la superficie y me ocupan el Bondi.Ya no me sorprenden los piquetes. Hasta llegué a pensar que hacen bastante pintoresca a la ciudad. Seguro que en otros lados no pasa. Disfrutemos de nuestra singularidad.
Sigo en el bondi. Mr. Ipod ahora me sale con la versión de “New York, New York” de Cat Power. Y parece que hasta ese momento no me había percatado que en una parte dice algo así como que si se puede sobrevivir en Nueva York, se puede sobrevivir en cualquier lado.
Después de 20 años viviendo en Buenos Aires, a Nueva York me la como cruda. ¿El Bronx es heavy? Salí a caminar por Pompeya a las 3 de la mañana a ver qué pasa (no quiero ofender a la gente de Pompeya eh!).
Estoy por llegar a casa y la batería del ipod se muere. Me paro para bajarme. Toco el timbre bien fuerte, porque siempre se pasan mi parada. Me bajo. Estoy caminando para mi casa cuando una chica y un chico con mucha cara de extranjeros me paran y me preguntan por la Quinta de Olivos. You have to walk, les digo y les hago el gestito de que tienen varias cuadras por delante. Gracias, me dicen. O un intento de gracias.
¿Extrañaran su ciudad primer mundista? ¿Qué les dirán a sus amigos cuando hablan por Skype? ¿Qué título le van a poner al álbum de fotos que suban a Facebook?
Llego a casa. Por fin. No hay nadie. Mejor todavía.
Me siento a comer y me llega un mensaje de mi amiga, la tana, la que vino de Milán hace un par de años a conocer y vuelve cada año porque no aguanta la abstinencia. “Me quedo acá dos meses más. Soy feliz”.
Yo tenía ganas de responderle “y yo me quedo acá hasta que me muera”. Me quedo en el quilombo, el caos, la desorganización. Mi quilombo, mi caos, mi desorganización. Obvio, estaría bueno cambiar un par de cosas. Pero mientras tanto, seamos felices como la tana, que no se quiere ir de acá.
Al final me decidí por “que bueno tana, el viernes salimos a festejar eee”.